jueves, 1 de diciembre de 2011

Cuentos para Álex y Max.

La niña que no quería usar zapatos.



Milena tenía siete años, los ojos color del cielo de invierno y el pelo como una escarola mustia. Era casi tan alta como la encimera de su cocina y pesaba más o menos lo mismo que dos perros como el de la vecina. Su mamá siempre le decía que era una niña tremendamente lista y eso hacía que las pecas de Milena se curvasen en una sonrisa tan larga como la línea del horizonte. Nuestra pequeña protagonista nació en un lugar dónde nadie usaba jamás zapatos. Allí lo natural era caminar descalzo día tras día: sentir la hierba mojada entre los deditos de los pies, quemarse con la arena caliente del verano y disfrutar de las esponjosas mantas. Quizás por eso Milena tenía unos pies sensibles y curtidos, acostumbrados a ser casi como unas segundas manos con las que veía incluso mejor que con sus ojos. Disfrutaba mucho cuando antes de dormir, su papá masajeaba sus empeines y estremecía las plantas con cosquillas.
Una tarde de invierno llegaron a casa unos hombres que jamás había visto antes. Se fijó en sus pies y en sus caras, adivinando en segida que aquella cosa que los contenía debía de hacerles un daño realmente terrible para que luciesen unas muecas tan avinagradas. Aquellos hombres tenían una voz fuerte que recordaba al sonido de los tenedores arañando los últimos restos de comida del plato, chirriantes y fríos. No le gustaba el modo en que los miraban, como las avispas antes de abalanzarse sobre ellos. Hablaban en un idioma que ella desconocía pero a papá y a mamá parecían no gustarles sus palabras. Su madre tomó muy fuerte la manita de Milena y la ayudó a recoger algunas cosas de su cuarto. Mientras caminaban delante de aquellos hombres que tanto miedo le inspiraban a ella, su madre le fué explicando algunas cosas: debían marcharse, su casa ya no era un lugar seguro, tendrían que irse a vivir a la ciudad.
Dos pilla-pillas entre el Sol y la Luna duró el viaje de la familia. Estaban rodeados de sus vecinos en un vagón oxidado que hacía un ruido atronador y convertía los sueños en pesadillas. Cuando llegaron, el paisaje que la mirada gris de Milena se encontró le resultó escalofriante: su visión estaba continuamente cortada por gigantes de ladrillos y ojos vidriosos, el humo le picaba en la nariz y el asfalto hacía heridas en sus descalzos piesecitos. Milena deseaba de todo corazón volver a su casa y curarse los rasguños con el agua clara de la fuente del patio. Ella no se conformaba con aquellos aparatos para los pies y se negaba a abandonar el frío suelo de baldosa de su nueva casa. En aquel apartamento, que estaba montado a hombros de muchos otros, vivían con ellos otras tres familias del pueblo; pero en lugar de disfrutar de su vida en común ahora todos estaban silenciosos y compungidos, demasiado atareados en cualquier cosa como para chapotear en los charcos que regaban el baño cada vez que alguien se lavaba.
Todo aquello tenía a la pequeña muy entristecida y sus pecas se marchitaban con la ausencia de Sol en sus mejillas.
Cuando la semana tocaba a su fin, mamá decidió que ya era hora de que la niña saliese y conociese su nueva ciudad. Allí todas las personas caminaban deprisa y miraban al vacío; nuestra Milena, lista como era, supuso en seguida que se debía a que aquellos "zapatos" (según papá le explicó) que la gente usaba para protegerse del cortante suelo debían de apretarles mucho y por eso necesitaban llegar a su destino lo antes posible para poder desprenderse de ellos. La niña que era tan buena como el estofado de su abuela, trataba de explicarles a todos que debían levantar todas las piedras sucias que estaban pegadas a la hierba y que tanto daño les hacían. Pero aquellas personas parecían estar también sordas, ella dedujo prontamente que se debía a los ruidos estridentes que todas las cosas provocaban. Se acordó, entonces, de aquel día que se quedó encerrada en el corral de las gallinas y lo mal que le sentó todo aquél revoloteo. Probó a escribir en uno de aquellos enormes muros de piedra su consejo para que los hombres y las mujeres del lugar no tuviesen que esforzar su oído demasiado, pero un tipo de aspecto fiero como un oso la riño enormemente y la acusó de algo así como "banderismo". Milena estaba tremendamente confusa, ella no sabía nada de banderas. Así que se fue a casa corriendo tan rápido como los guepardos y le contó a sus padres lo sucedido. Mamá y papá se sentaron junto a la niña y le explicaron pacientes y tiernos que en aquel nuevo hogar las cosas funcionaban de manera muy diferente. Aquellas personas se habían olvidado del tacto de los guijarros húmedos y del tierno calor del sol de otoño, vivían en un sitio dónde era necesario caminar mucho y muy deprisa todo el tiempo, lo que los obligaba a cubrirse los pies para no desgastarlos. Tenían los oídos entumecidos y por eso hablaban siempre a gritos. No quedaban flores ni plantas (salvo en pequeños recintos) porque las chimeneas habían atrofiado sus olfatos. Y aquel color sucio y aburrido ya no les importaba porque sus ojos se habían relegado a mirar para no ver. Milena se puso tan triste por todas aquellas personas que lloró tanto como para llenar tres depósitos de agua de la ducha. Enfadada tiró sus zapatos por la ventana y salió corriendo a la acera. La niña se hizo de viento y alcanzó tal velocidad que sus pecas se le iban quedando atrás, aunque sus piernas flaqueaban por el dolor de sus pies, aceleraba el ritmo para salir volando de allí. Iba tan aprisa que a su paso desprendía la acera y con su risa apagaba los semáforos y las alarmas de los coches. Alcanzó tal velocidad, que se esfumó. Y ahí donde ella desapareció se produjo un tremendo estallido de luces y colores que obligó a todos los habitantes de la ciudad a levantar su vista al cielo, cosa que hacía mucho tiempo que ninguno realizaba. En aquel preciso momento, un niño pequeño arrojó sus zapatos fuera del carricoche y una anciana escuchó el trinar de su canario con deleite. No fue mucho lo que cambió aquella tarde en la ciudad, pero toda la vida de la niña roció tiernamente las cabezas de los presentes y casi sin querer, ese día caminaron mucho más despacio e incluso esbozaron alguna sonrisa.


Female.

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