lunes, 26 de abril de 2010

Ustedes y Nosotros.

Para todos ustedes desde Cuba:

Una clásica noche de Agosto en los campos a las afueras de La Habana. El calor húmedo y grasiento recubre nuestras sucias pieles perlándolas de una pegajosa capa de sudor. Nuestras ropas harapientas están hinchadas como esponjas a causa de la humedad, la mugre y un cóctel de fluidos corporales sin identificar. El ambiente tan denso como la niebla se mezcla con el olor cálido y dulzón de los habanos. Algunas muchachas yacen tumbadas despreocupadamente sobre las apolilladas tablas de madera del porche, con las blusas mal abotonadas y las faldas echas un torbellino a la altura de sus muslos, buscando el frescor de las corrientes de aire que se filtran entre las rendijas y los agujeros de termita. De vez en cuando rompen su cándida impasividad para apartarse un empapado mechón de sus acalorados cuellos o escrutar la escena con gestos lentos y sensuales (¡ah! Ya saben ustedes de las mujeres cubanas, ¡cómo las envidaba yo antes!) La mayoría de los jovenes se agolpan en torno a una mesa vieja y destartalada dónde reposan varias botellas de ron y sendos vasos de cristal grueso, ennegrecidos a causa del constante exhalar de humo de la muchachada, jugando plácidamente una partida de cartas, con sus amplias camisas abiertas colgando de sus hombros y los pantalones remangados hasta las rodillas. El Viejo se mece al compás de las leves notas que araña casi sin querer de una antigua guitarra, una melodía dulce y refrescante como la brisa del mar que ya comienza a hacer sus estragos en las niñas más animosas que se disponen a dejar de lado la automaticidad de su cuadro de ángeles durmientes para arremolinarse frente a la mecedora del anciano en busca de su música de viento salado. El Viejo, ese es su nombre. Su piel es del color de las hojas secas de tabaco y su cabello cano reluce perfectamente engominado hacia atrás bajo un desfasado sombrero cubano que sólo puede sentar de esa forma en una cabeza tan nativa como la suya. Tiene los ojos como el barro de los lodazales, siempre húmedos y oscuros como el chocolate amargo, los labios carnosos y la piel apergaminada y brillante, llena de manchas y pecas propias de su avanzada edad. Es un hombre afable, apenas la sombra del conquistador descarado y apuesto que estoy segura fue años atrás, rebosa sabiduría y calma desde el tope de su sombrero hasta la suela de sus zapatos gastados de bailarín. Su aliento es el son de la misma Cuba, un hijo de la Revolución que ya sólo rezuma paz, un desafío a la historia y al tiempo que sigue adornando, día tras día, de flores de jazmín el ojal de su chaqueta.
Escribiéndoles esta carta me he puesto melancólica y se me han venido a la cabeza brumosos souvenires del día en que llegué a la casa y me han entrado, de repente, incotenibles ganas de narrárselo: cuando aterricé por primera vez ante esta hermosa casa colonial, con mis sueños adolescentes de española del norte y mis ideas preconcebidas y prejuiciosas sobre la achacosa y rebelde Cuba, el Viejo me estrechó con ternura entre sus brazos aún fornidos y me dio una calurosa bienvenida con su cálida voz como las brasas de una hoguera que llega a su fin. Extrañé su forma de proceder, tan familiar y tierna ante una desconocida. Sin embargo, en aquel momento, fue la primera vez que me sentí realmente en casa. Me recuerdo ante el primer escalón del porche, con un par de maletas en las manos y vestida a la europea, abrumada por la incertidumbre y la ilusión de verme por fín libre y en la tierra que manaba leche y miel. Yo tenía dieciocho años recién cumplidos, emigrante asturiana, había huído de mi casa y mi futuro de brillante esclava en busca de algo que desconocía. Pensaba en Cuba y los labios se me curvaban en una sonrisa, veía sus gentes vivarachas y entrañables, olía el aire de las flores silvestres y el café, la luz anaranjada de los candiles y el sabor del ron, la guayaba y la sal me sobrecogían. Tomé la irresponsable decisión de embarcarme únicamente con el bachillerato y un certificado en inglés y francés, ningún otro salvavidas. Dije adios a todo lo que había considerado mi casa y encontré mi hogar. A mi llegada trabajé bailando, cantando y sirviendo en una taberna de la Vieja Habana, hasta que fuí empleada aquí, en mi casa. Oí el anuncio, me examiné, aprobé y recibí mi trabajo, nada más sencillo. Como ya saben ustedes ahora me dedico a ayudar a la familia en las tediosas y arduas labores del campo (para las cuales tengo nulas dotes) y a mantener en pie nuestra modesta madriguera como buenamente puedo, pero mi verdadero cometido es el de impartir nociones mínimas de conocimiento en la improvisada escuela a los chiquillos empleados en los campos de cultivo.
No echo de menos España, aunque a veces les extrañe mucho a todos ustedes es sencillamente porque desearía con todo mi corazón que compartieran mi felicidad. Levantarme cada mañana con el Sol ardiente iluminando el verde intenso de las hojas, descubrir los secretos coquetos de la sexualidad de las mujeres cubanas, llegar a la escuela y enseñar a base de cuentos y miradas, recitar poesías y correr por la playa, combatir la miseria entonando habaneras y prendiendo lirios en los cabellos y cobijarme cada noche, como hoy, en los brazos melosos y fuertes de los chicos mientras leen por encima de mis hombros desnudos las líneas que rasgueo sobre mi cuaderno. Tuve que marchar sola para dejar de lado la soledad, pues es aquí, a kilómetros del lugar de mi nacimiento donde está mi hogar.
No, amigos míos, Cuba no es ni más ni menos el paraíso. Viven con nada y mueren con menos aún. Sufren la ruina y el peso de la historia como pocos y conocen de buena mano el significado de la palabra represión; mas, queridos, nunca me he sentido tan libre, tan plena y tan feliz. Ojalá que ustedes pudieran comprender como ellos lo hacen, deseo con todas mis fuerzas que puedan ver la vida a través de sus ojos verdes y ambarinos. Pues, solo en ese momento, mis adorados compañeros de allá dónde la riqueza se mide en oro, podremos ser como los pájaros que toman lo mejor del Norte y lo mejor del Sur.

Ya me despido con toda la ternura de mi corazón, pues los muchachos me reclaman para los bailes y las historietas (el incansable Aleix lleva ya un buen rato entorpeciéndome la escritura con cosquillas y rogándome con su delicioso acento que nos unamos a la fiesta)

Sepan pues que estoy plenamente bien y que no tienen nada de lo que preocuparse.


Que sean muy felices, les quiero.


Con todo el cariño de ambos mundos:


Ada (es así como El Viejo y los muchachos me llaman, ya les contaré la historia en otra ocasión)


PD: les envío adjunto en el paquete fotografías y regalos que los muchachos me dieron para ustedes.


Esta fue mi carta: para todos ustedes de todos nosotros.

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